Issue 45 - Article

Narcotráfico, política antidroga y seguridad: otro costo humanitario del conflicto colombiano

enero 20, 2010
Ricardo Vargas Meza, Transnational Institute[1]

En las dos décadas anteriores a la elección del presidente Álvaro Uribe en 2001, la producción de cultivos ilícitos en Colombia aumentó de 3.500 a 144.000 hectáreas, lo que representa un incremento anual del 25,6%, convirtiendo así a Colombia en el productor de más del 70% de la cocaína del mundo. Esta tendencia fue acompañada de un deterioro del conflicto armado, debido según Uribe a la participación de las guerrillas en el comercio de drogas. El narcotráfico fue considerado como una de las principales fuentes de financiación de los grupos guerrilleros colombianos; según cifras del Gobierno, entre 1991 y 1996, 470 millones de dólares fueron recaudados por la venta ilegal de narcóticos, lo cual representa el 41% de los ingresos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).[2] Para abordar el problema, el Plan Nacional de Desarrollo 2002-2006 del Gobierno propuso que “la lucha contra los grupos terroristas, los narcotraficantes y la delincuencia transnacional organizada, se centrará en el ataque a sus estructuras financieras”, es decir, en la industria ilegal de la droga.

De este modo, las estrategias utilizadas para eliminar los cultivos ilícitos, como la fumigación aérea, la erradicación manual forzosa y los programas de desarrollo alternativo, se han convertido en instrumentos de apoyo a los objetivos de seguridad del Estado. Sin embargo, el Gobierno no distingue entre aquéllos que siembran cultivos ilícitos para su procesamiento a gran escala y las comunidades campesinas pobres que tienen pequeñas parcelas como medio de subsistencia. Así mismo, no existen alternativas viables de desarrollo para estas comunidades, pues los programas del Gobierno sólo ofrecen subsidios por la erradicación de cultivos. Estos programas carecen además de procesos de consulta y negociación con las comunidades afectadas, y es el Gobierno quien determina sus alcances y objetivos unilateralmente, lo que daña consecuentemente los niveles de confianza entre dichas comunidades y el Estado. Todo lo expuesto ha sucedido a pesar de los objetivos expresados en el Programa de Desarrollo Alternativo del Gobierno, el cual incluye el “apoyar el fortalecimiento del capital social, estimulando la organización, la participación y el control comunitario, a fin de consolidar la seguridad democrática y establecer las bases para el desarrollo sostenible en áreas libres de cultivos ilícitos.[3] A pesar de este discurso sobre desarrollo sostenible, este marco de erradicación está basado en el uso de la fuerza como arma disuasoria, y ésta no es una forma efectiva de acercamiento a áreas afectadas por problemas de exclusión y marginalización severas. La política del Gobierno de solamente considerar el cultivo de coca como fuente de financiación de las guerrillas ha llevado al abandono y fracaso de la administración de problemas sociales, económicos y políticos, lo cual afecta al crecimiento de las comunidades que cultivan coca y trae consigo repercusiones humanitarias.

Uno de los problemas de esta política del Gobierno puede verse en la forma en que se han llevado a cabo los programas de erradicación manual forzosa, que se han utilizado como arma en el conflicto armado colombiano. Así, las primeras incursiones tuvieron lugar como parte de la respuesta estatal a los ataques de las FARC como el que se produjo contra  una unidad militar el 27 de diciembre de 2005 en la Sierra de la Macarena y que dejó 29 personas muertas. La estrategia también se ha hecho efectiva en los departamentos de Nariño y Putumayo en la frontera con Ecuador, lo que ha generado protestas en las comunidades campesinas, contrarias al desplazamiento forzoso que acompaña estos programas y a su impacto sobre los medios de subsistencia.[4] Las operaciones de fumigación de cultivos frecuentemente afectan al ganado, los cultivos, los pastos y las áreas boscosas. A principios del 2008, en respuesta a una campaña de erradicación en los municipios de Tarazá, Nechí y Valdivia en la región Antioqueña, más de 1.500 campesinos se movilizaron para exigir diálogos con el Gobierno sobre una serie de temas, incluyendo la suspensión de las fumigaciones de cultivos, la asistencia económica para familias agricultoras y el desarrollo de infraestructura. [5]

Sin embargo, el  Gobierno ha buscado por lo general soluciones a corto plazo para aplacar este tipo de protestas y neutralizar sus efectos políticos, en lugar de resolver los problemas estructurales subyacentes que las provocan. Mientras tanto, las estrategias de erradicación continúan,  a menudo en forma de fumigación aérea. Así, por ejemplo, el 3 de abril de 2009, un avión escoltado por el Ejercito colombiano voló sobre varios centros de población en Santa María, Coteje, Cheté, Velásquez y La Fragua, rociando glifosato sobre fuentes de agua, bosques, casas y cultivos, lo cual afectó seriamente la salud de las comunidades y las fuentes de alimento y agua. [6]

Al vincular a los productores de coca con las estructuras financieras y de apoyo de las FARC, el Gobierno ha rechazado el diálogo con las comunidades involucradas, priorizando objetivos de seguridad sobre los esfuerzos que buscan abordar problemas complejos como la marginalización de muchas de las áreas productoras de coca. De hecho, la nueva Política de Consolidación de la Seguridad Democrática y la Estrategia de Consolidación de Territorios (ECT) refuerzan y profundizan aún más esta política errónea. El “desarrollo alternativo” que intenta fomentar el abandono de cultivos relacionados con las drogas ilícitas, se ha convertido en parte de la guerra contra el narcotráfico y el terrorismo, descuidando asuntos relacionados con la exclusión social grave y las necesidades humanitarias. Como resultado, las protestas campesinas continuarán; enviando el claro mensaje de que la fuerza no es la respuesta al problema de las drogas en Colombia.

 

La estrategia de seguridad y desarrollo

Para poner en funcionamiento la ECT, las áreas de intervención se dividen en determinadas zonas de acuerdo a los avances logrados en la ofensiva militar del Gobierno. Las áreas de interés son:

  1. Áreas donde las guerrillas se han retirado.
  2. Zonas donde los paramilitares se han desmovilizado.
  3. Áreas fronterizas, donde generalmente la influencia de las guerrillas se contiene.
  4. Áreas donde los grupos insurgentes se han replegado pero  continúan concentrados.

En las dos primeras categorías, una combinación de fuerza militar y asistencia intenta legitimizar las acciones de las Fuerzas Armadas, abordando las necesidades básicas de las comunidades donde las ofensivas militares han tenido lugar, lo cual incluiría mejoras en la salud pública y en la infraestructura. Esto se lleva a cabo desde  el Centro de Coordinación de la Acción Integral del Gobierno (CCAI), que reúne varios Ministerios. Las intervenciones en las dos últimas categorías, zonas fronterizas y áreas donde grupos insurgentes se han replegado, combinan ofensivas militares y una amplia fumigación aérea, cuyo objetivo es prevenir la financiación de los insurgentes a través del narcotráfico.

Asimismo, en las categorías uno y dos se incluirían zonas que se caracterizan por una profundización en el modelo agrario vigente en Colombia, que consiste en el afianzamiento del latifundio ganadero y la inversión agroindustrial con el fin de incrementar la exportación de productos como la palma africana y los agrocombustibles. Este modelo consolida la expropiación violenta a la que comunidades indígenas y afrodescendientes han sido sometidas en zonas rurales. Sus medios de vida se ven afectados, además, por las actividades de industrias extractivas, que incluyen la minera, petrolera y maderera y, así, frecuentemente fuerzan el desplazamiento de las comunidades desfavorecidas hacia centros urbanos. Estas áreas son también el objetivo de proyectos de infraestructura cuyo fin es conectar centros de producción o extracción de recursos con puntos de salida del transporte internacional para facilitar su exportación. El resultado es un modelo de desarrollo caracterizado por una creciente desigualdad que agrava la exclusión social a través de desplazamientos masivos y del deterioro de los sistemas de sustento priorizando, en última instancia, los objetivos de seguridad.

Estos problemas estructurales son la raíz de la persistente monoproducción de coca en áreas rurales a las que los sectores más pobres de la sociedad colombiana se ven empujados. Así, la política antidroga del Gobierno aborda los efectos, más que las causas, de lo que es un problema complejo. Las tensiones sociales recurrentes, los altos niveles de delincuencia en ciudades como Medellín y otras capitales departamentales, la persistencia del desplazamiento forzoso, el incremento de la violencia criminal y la proliferación de actividades ilegales, incluyendo el cultivo de coca,  son todos síntomas de un modelo socio-económico que perpetúa la exclusión de un amplio sector de la sociedad Colombiana.

Conclusión

El vincular cultivos ilícitos con conflicto armado, lleva a la consecuente criminalización de los cultivadores de coca, de modo que el Gobierno colombiano ha borrado así la distinción entre civiles y combatientes, exacerbando aún más la crisis humanitaria que sufre este país. A esto se suma que la guerra contra las drogas se ha concentrado en las áreas de cultivo de coca (principalmente bajo el control de las guerrillas), siendo las acciones contra otros eslabones de la cadena de producción mucho menos radicales. Como resultado, el poder de los narcotraficantes está creciendo en términos de control de territorios, privatización de la seguridad, y  reconfiguración y cooptación del Estado. Frente a estos problemas, las soluciones propuestas por la política actual son deficientes o no existentes. Mientras tanto, las necesidades humanitarias de la población campesina, indígena y afrodescendiente se han agravado en las zonas rurales. Estas  comunidades que recurren a la coca como única alternativa, son atacadas, no tanto por involucrarse en actividades ilegales punibles, sino porque la producción de coca financia al principal enemigo del Estado. Por otro lado, estas comunidades deben hacer frente a las presiones de grupos armados y del sector privado, los cuales buscan obtener el control de los recursos naturales en los territorios en los que estas gentes viven y trabajan. En el contexto de una creciente crisis humanitaria, es necesario reconsiderar seriamente las estrategias antinarcóticos en Colombia, diferenciando entre los objetivos de seguridad y los problemas subyacentes que llevan a las comunidades a involucrarse en los cultivos ilícitos.

 

Ricardo Vargas Meza es Investigador Social Asociado al Instituto Transnacional (TNI), un think-tank dedicado a investigar y apoyar temas relacionados con la seguridad global, el medio ambiente y los movimientos sociales.

 


[1] Traducido al español por Luisa Fernanda Pineda, Universidad Jorge Tadeo Lozano (diciembre de 2009)

[2] Departamento Nacional de Planeación, Plan Nacional de Desarrollo, ‘Hacia un Estado Comunitario’, 2002–2006.

[3] Departamento Nacional de Planeación, Conpes 2318, Programa de Desarrollo Alternativo, 2003–2006, 3 Marzo de 2003.

[4] Ver ‘Choques entre cocaleros y policías’, El Tiempo, 1 Septiembre 2007.

[5] Asociación Campesina de Antioquia, ‘La legitimidad de la protesta social en el marco de la erradicación de la coca en el Bajo Cauca Antioqueño: Consecuencias y proyecciones’,  Enero – Marzo 2008.

[6] Ver Diakonia, “Fumigaciones en Timbiquí afectan proyectos de seguridad alimentaría”, Reporte de terreno, Popayán, 12 May 2009.

Comentarios

Los comentarios están disponibles solo para miembros registrados.